Una viaje impredecible hacia Orocuina, el corazón de Choluteca.

Escrito por: Federico Trejo Toro.
Fotografías por: Antonio aguilera Flores.

No hay duda de que Honduras es uno de los mejores destinos turísticos para los extranjeros y los propios hondureños por su belleza natural, son tantos los lugares donde uno se puede explayar que a veces resulta difícil decidirse por un solo destino cuando nuestro tiempo y bolsillo se ven limitados. Por lo tanto, si deseas conocer variados lugares a cortas distancias acordes a tu capacidad de gastos y disfrutar de diversas experiencias, te invito a conocer el colosal departamento de Choluteca y atravesar sus límites en estas vívidas páginas que te regalo, aquí tendrás la oportunidad de conocer el encanto, la paz, la seguridad y la frescura boscosa del pueblo de Orocuina cual si fuera el corazón de Choluteca; también podrás atravesar el mar para vislumbrarte con la belleza imponente de la Isla de Amapala, gracias a que nuestro departamento colinda con el departamento de Valle y el golfo de Fonseca. No dudo que te animarás a realizar este mágico viaje después de leer las líneas de esta crónica, así que de antemano te deseo un feliz viaje. Saludos. Atte.: Federico Trejo Toro.
Mientras pasa el tiempo, alejándome más de Tegucigalpa y el autobús va descendiendo hacia el sur, el clima que antes era muy frío ahora se torna caliente. Una rala vegetación de arboles chaparros como los jícaros de cuyo fruto se extrae la semilla para hacer el morro, sin un tan solo pino en su extensión, distingue el paisaje de Choluteca. Las manadas de vacas cruzan tranquilas la carretera y el autobús debe parar varias veces. Son ellas las que han gozado de los grandes prados ahora amarillentos por el calor y la sequía, son también las que sufren  las consecuencias de la deforestación y el deterioro ecológico de lo que antes pudo ser una hermosa selva de aguas caudalosas y gran frescura para descansar en el transcurso del viaje. Pero nunca es tarde para reforestar y darle la dignidad que se merece a nuestra tierra.
Para disfrutar más del panorama que ofrece el viaje, nada mejor que escuchar a Facundo Cabral. A medida que se avanza por la carretera Panamericana hay más tráfico vehicular, por la construcción o reconstrucción de las carreteras que el actual gobierno está llevando a cabo con demasiado interés, pues quiere hacer creer al pueblo que tendrá una Vida Mejor con más obras de infraestructura, pero claro que no es así pues la gente es consciente de sus necesidades: mientras ellos construyen cosas que no ayudan a solventar las necesidades básicas de la población, más se agravan los problemas de salud, educación, economía, empleo, inflación, corrupción, impunidad, etc., problemas graves que emergen a la luz con la crisis vivida por el fraude electoral que Juan Orlando Hernández llevó a cabo, el actual presidente que se ha hecho de todos los poderes del Estado rodeado por una cúpula de su Partido Nacional y miembros de otros partidos políticos que se han distinguido por sus picardías (los cachurecos).

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Llegando al puente colgante de Choluteca, con sus enormes arcos y cables de acero, bajé del autobús y crucé al otro lado de la calle, a la espera de que pase otro bus que me lleve a mi destino. Me causa risa ver en la parte frontal superior de un rapidito el nombre de un lugar llamado Carnilandia, me suena a Disneylandia, pero lo cierto es que hay creatividad en ello. Por fin, rumbo a Orocuina, un pequeño pueblo no lejos del centro de Choluteca, desde la ventana del bus, al lado izquierdo se puede apreciar un majestuoso cañón, mientras que las paredes de roca de sendos precipicios en que se encuentra, parece cosa construida por el hombre, como rocas cortadas y traslapadas con suma precisión, como una alta puerta que se abre de par en par.

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Minutos después, a la entrada del pueblo se lee en un rótulo, algo viejo, una leyenda heróica en que el pueblo deja claro que ha perdido el miedo y rechaza a las compañías mineras, transnacionales que han explotado abusivamente los recursos naturales del país bajo la protección de quienes dirigen el Estado; sin siquiera dejar algo a las poblaciones, más bien han causado nefastos daños ecológicos en cada lugar que han puesto los pies. Luego, se baja por lo que parece ser una entrada triunfal con faroles amarillos a lasu orillas. Tan pronto como estamos en la plaza, se aprecia el tinte colonial que aún conservan muchos pueblos del país, con sus casas de adobe y techos de tejas, con la estructura colonial del pueblo que le da orden y armonía.

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Más que la iglesia católica construida hace unos siglos, captura la atención de los turistas el misterio de una piedra que parece tener grabados auténticos jeroglíficos. Según me contaron, esa gran piedra fue traída al parque, quién sabe cómo, desde un cerro muy distante en el cual hay muchas otras piedras, y todavía más grandes, con dichas inscripciones. ¿Qué civilización antigua pudo habitar esas tierras? ¿A qué cultura pertenecen esos extraños grabados?

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Mientras yo bajo por la puerta de atrás del bus, mi amigo Pedro, junto a una señora, espera a que baje por la puerta delantera; yo me siento en una banca que está justo atrás de ellos para observar sus reacciones; todos los pasajeros han bajado y él se extraña, voltea a ver hacia atrás y al verme allí, sonríe, cierra los ojos con fuerza y coloca una de sus manos sobre su frente mientras echa ligeramente el cuerpo hacia atrás para echarse una carcajada: le he hecho bien la broma. Si la amabilidad de la gente es común en cada pueblo de Honduras, en nada se compara con ese afecto con que te recibe un amigo al que ves como tu hermano. Me quedo en casa de Pedro y su familia, disfrutando de la deliciosa cocina de su madre y hermana, así como del pequeño patio donde su padre ha sembrado de todo tipo de plantas y árboles, donde además tiene varios animales, como un mapache.
Entusiasmado por lo que me contó Don Rafael (un señor que me acompañaba en el bus de Choluteca, con setenta y cinco años de edad, que vivió la guerra entre Honduras y El Salvador) sobre la isla de Amapala, en la que vivió durante su infancia y juventud, me obsesioné con la idea de conocerla, pues él afirmaba su belleza: una gran montaña boscosa, con un mirador en su cima desde la cual se puede divisar El Salvador y Nicaragua; con sus edificios coloniales bien conservados y algunas casas de madera; sus playas de origen volcánico; el gran puerto que antaño fue desembarcadero de barcos extranjeros y un receptor de enormes ganancias económicas, cosa que dejó de ser así tras que el presidente de facto Oswaldo Ramos soto decidiera cambiar de lugar el puerto a pesar de ser advertido que sólo en Amapala podían desembarcar los grandes barcos de carga sin peligro de hundirse. Así, la época del esplendor de la isla se terminó, y nunca se ha recuperado porque sus alcaldes parecen ser corruptos.
Convencí a Pedro para que me acompañara al día siguiente, pero antes hicimos un corto recorrido al centro de Choluteca (cuyas calles fueron escenario de las protestas del pueblo dejando su rastro de piedras y llantas quemadas durante las noches) para, lastimosamente, encontrar cerrada la casa donde vivió el prócer José Cecilio del Valle, una hermosa estructura colonial que ahora funciona como biblioteca, con galeras exteriores cuyos pilares ostentan de igual manera unos arcos de madera de color bien conservada; sin embargo, no se conservan muchos edificios coloniales en esta ciudad absorbida por la modernización. Así que fuimos hasta el puente colgante de acero a tomar un bus hacia Coyolito (Valle) para luego tomar una lancha que nos llevara a la isla soñada.

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Sin embargo, no llegamos lo suficientemente temprano como para recorrer toda la inmensa isla ni para encontrar a Rafael, quien me dijo que si decidía ir a Amapala y quedarme allí, lo buscara para ofrecerme su hospitalidad, con posada y alimentación, pero me pareció extraño que me dijera que vivía por el cementerio, a tal punto que me recordó a los personajes fantasmales de Comala.
Aunque quizás Gabriel García Márquez habló del miedo al avión como la última novedad, olvidó que para quien no ha experimentado algo, ese algo se presenta a sus ojos como novedoso, en mi caso no es miedo a la lancha sino al mar, el gigante marino que te mece entre sus brazos ondulados, te atrae a la oscuridad de su seno marino, te invita a dormir para siempre en su profundidad aterradora entre más te aleja de tierra firme para adentrarte en sus aguas, reduciendo las posibilidades de sobrevivir a un naufragio, de poder llegar nadando a la playa. Saber que estás en medio de tanta agua, nunca haber subido a una embarcación para cortar el mar y no saber nadar, eso te llena el pecho de miedo y entusiasmo, aunque el mar esté en calma y el cielo despejado.

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Como aún no habíamos almorzado, fuimos a recorrer la cuidad en busca de camarones, pero todos los negocios del centro estaban cerrados; preguntamos a un señor sobre ello y con una sonrisa nos dijo que a las doce de mediodía cerraban todos los negocios, que hasta esa hora trabajaba la gente y luego se iban a casa. Por la sorpresa de lo contado, se me ocurrió pensar en la estabilidad económica de que gozan los pobladores con la pesca como para solo trabajar media jornada, no obstante, no hay que olvidar que su faena es ardua; pero al fin encontramos un restaurante donde disfrutamos de un plato de camarones en seviche. Y ya que hay varias playas a las que se puede ir a nadar, pagamos una moto taxi para llegar a Playa Grande.

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Allí, mientras cada uno nos refrescábamos con una deliciosa granita, nos sentamos a contemplar el horizonte de agua: un cordón de plata era el límite entre el cielo y el mar, el uno con nubes arrastradas como olas del viento, el otro con su espejo fragmentado por el susurro del aire que acaricia su inquieta inmensidad y donde una balsa medio hundida regresaba triunfantemente con su tesoro marino de escamas, halada por una bandada de garzas amarradas por no sé qué hilos invisibles de la costa, una imagen surrealista acaso. Al arribar a la playa, los pescadores comenzaban a preparar con sus navajas a los pescados, mantarrayas y babosas, y lo que desechaban se lo daban a los perros que lo disfrutaban como un manjar. Al ponerse el sol, todos nos retiramos para volver a casa, y de nuevo, me asaltó el miedo y el entusiasmo al mar, pero ahora también me acompañaba la nostalgia.
Miércoles, 20 de diciembre de 2017.

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