Por Antonio Aguilera, SJ
¿Puede la autoconciencia conducirnos al reconocimiento del otro, a la tolerancia mutua, mejor dicho, a la fraternidad? Cuando leemos a Hegel en su Fenomenología del Espíritu, por primera vez, llegan a nosotros diversas reacciones, pero las dos más frecuentes podrían ser estas: la de no entender qué quiere decir y, por lo tanto, sentir un casi indomable deseo por dejarlo; y la de tomar conciencia poco a poco, a pesar de su imbricada prosa, de la importancia de sus planteamientos, con la titilante sensación de que más adelante se nos irá mostrando un panorama interesante y digno de conocer.
Cada uno sabrá cuál es su experiencia. Lo cierto es que cuando aplicamos su dialéctica al análisis de la realidad cotidiana, nos damos cuenta de esa verdad de contrarios tan inherente a nosotros. Nos caracteriza la contrariedad, nos debatimos desde que nacemos en un mundo lleno de complejidades que nos arrastran a un lado de la balanza hoy y al otro lado mañana. Incluso si apreciamos detenidamente la línea de convicciones que hemos tenido a lo largo de nuestra vida, evidenciaremos que certezas antes inquebrantables con el tiempo se tornaron confusas y relativas. Esto no es distinto en nuestras relaciones humanas y con el medio que nos rodea. Las primeras son tal vez el asunto más laberíntico para nosotros, puesto que tratar con otra persona implicará tratar con una historia, un mundo de emociones, formas de ser y reacciones que son tan autónomas como las de cada quien. Cuando nos relacionamos con la naturaleza, en cambio, o con los objetos no humanos, nuestra relación tiende a ser menos complicada; mas, por esa misma razón puede provocar una despreocupación que nos arrastraría a dominarlos sin conciencia, cosa que padecemos hoy día, por ejemplo, con el deterioro ambiental.
Y, si son las relaciones entre seres humanos y con nuestro contexto un asunto problemático, ¿cómo un concepto como el de la autoconciencia puede ayudarnos a mejorar nuestras relaciones para alcanzar la fraternidad? El mismo Hegel nos dice en la traducción comentada de la sección A del capítulo IV, titulada “Autonomía y dependencia de la Autoconciencia: Dominio y Servidumbre”:
El hombre es autoconciencia. Es autoconsciente; consciente de su realidad y de su dignidad humana, y en esto difiere esencialmente del animal, que no supera el nivel del simple sentimiento de sí. El hombre toma conciencia de sí en el momento en que, por “por primera vez”, dice: “Yo”. Comprender al hombre por la comprensión de su “origen”, es comprender el origen del Yo revelado por la palabra.
Para Hegel la autoconciencia es un atributo humano. Se nos ha dado por el solo hecho de nacer. Sin embargo, aunque viene incluida en el paquete de lo que somos, tenemos la libertad de hacer uso pleno de ella, a medias o pasar desapercibidos. Y, aunque es una elección, conlleva también otros factores concernientes a la individualidad que escapan a nosotros (psicología, historia, educación, vida familiar, etc.) y que por ahora no nos interesa abordar.
Es importante prestar atención a esto: quien se convierte en un ser autoconsciente, es alguien que no ignora su realidad y su dignidad. Ser conscientes de nuestra realidad será ir más allá de un plano sentiente -cosa que nos diferenciará de lo meramente animal, según Hegel-, para entrar al terreno del inteligir. Es decir, nuestra realidad es algo que va más allá de nosotros, aunque seamos nosotros quienes la percibamos. Al ser nosotros objetos, nos hallamos insertos en un espacio, un ambiente, con características que escapan a nuestro dominio y que se convierten en nuestra realidad. Pero, además, realidad es todo lo que nos constituye en nuestro presente, la persona en que nos hemos convertido después de un recorrido de experiencias que nos han impactado interior y exteriormente. Realidad puede ser la suma de lo que hemos sido y ahora somos. Ahora bien, no ignorar nuestra dignidad será entrar un poco más a lo hondo de la cuestión autoconsciente y sin la cual la realidad no tendría polo a tierra. Ella baja a lo profundo de lo humano y, si queremos, de lo objetual como tal; ella dimensiona la realidad como algo que merece respeto, seriedad y responsabilidad; ella rescata el ser de lo humano y de las cosas al terreno del reconocimiento.
Por esta razón, nombrar la palabra “Yo”, significará invocar la autoconsciencia en su sentido más pleno. Decir “Yo” conlleva decir muchas cosas más. Será decir para un niño que crece en la pobreza y el abandono estatal: “Yo existo y merezco una vida mejor, en la que tenga las oportunidades que otros tienes para desarrollarme”; será decir para un migrante: “Yo existo y merezco un trato digno, en el que nadie me vea de menos por buscar una vida mejor”; será decir para una mujer hoy: “Yo existo y merezco tener igualdad de trato y oportunidades, que se me deje vivir y no se me mate ni estigmatice”; será decir para un campesino: “Yo existo y merezco un pago honesto por mis cosechas, que me permita crecer como productor y no solo chambear para vivir al día”. Y nos trasladamos al terreno de las cosas más allá de lo humano, será decir para un bosque: “Yo existo y merezco no se me queme ni explote”; será decir para los ríos: “Yo existo y merezco se cuiden las aguas que corren por mis cuencas”; será decir para la atmósfera: “Yo existo y merezco que no se contamine sin límite mi espacio”; será decir para un animal: “Yo existo y no merezco se me lleve al peligro de extinción”; será decir para una parcela de tierra: “Yo existo y merezco formas de trato distintas, para no ser un montón de polvo inservible en el futuro”; será decir para nuestro planeta: “Todo lo que vive en mí pervivirá si el hombre lo mira y trata con dignidad”. “Yo” será siempre una realidad que conlleva dignidad.
En este sentido, ser autoconsciente puede ser un camino que nos lleve a la fraternidad. Fraternidad con otros seres humanos y con el mundo que nos rodea. Y resulta impresionante que un proceso que ocurre en el interior nuestro, sea capaz de transformar la vida. Como lo decíamos líneas atrás, tenemos la libertad de no hacer uso de la autoconsciencia, usarla a medias o ignorarla. Haría falta poner más sobre la mesa este tema y así conducirnos a una existencia más plena. Al final de la traducción comentada a la sección ya citada, leemos
Sea como fuere, la realidad humana no puede engendrarse y mantenerse en la existencia sino en tanto que realidad “reconocida”. Solo siendo “reconocido” por otro, por los otros, y, en su límite, por todos los otros, un ser humano es realmente humano: tanto para él mismo como para los otros
Podemos decir que vivir una existencia donde reine la fraternidad no podrá jamás llevarse a cabo si no hay un “reconocimiento” de lo que tenemos frente a nosotros. Para Hegel todos necesitamos ese ser “reconocidos”, puesto que es lo que hace a un ser humano ser realmente humano. Un camino de autoconsciencia que nos lleve a la fraternidad forzará nuestras actuales formas de pensar y de actuar, a reformularlas, cuestionarlas y redimensionarlas. Si no es así, nuestras vidas seguirán dejándose arrastrar por la relativización a la que nos invitan las ideologías consumistas y frugales de nuestro tiempo, donde ya no importa la realidad ni la dignidad, sino solo el goce momentáneo y superficial. Un camino de autoconsciencia nos reta, nos impulsa hacia la búsqueda de nuevas estructuras de pensamiento, hacia el encuentro sincero y abierto con los demás que no son yo, pero que poseen un ser tan autónomo y digno de ser “reconocido” como el mío.