Según Josef H. Reichholf en su obra La invención de la agricultura (2009), en Centroamérica se cultivó maíz 500 años antes de que en Europa se pueda demostrar la presencia del pan. Es indiscutible la importancia del maíz en nuestro territorio mesoamericano, habitado por el pueblo milenario Maya, el cual vivió su periodo clásico del 250 al 900 d.C, tiempo en el que se levantaron las grandes ciudades. Las monumentales ruinas que hoy apreciamos como testigos de los antiguos asentamientos, nos hablan de esa necesidad humana de interacción y convivencia que nos ha identificado a lo largo de la historia.
En torno a estas edificaciones la vida se desenvolvía en medio de una amplia actividad agrícola y artesanal que proporcionaba la seguridad de la vida sedentaria. Es común a todas las culturas este paso del nomadismo al sedentarismo. Sin embargo, esto exigió una mayor atención a la domesticación de los cultivos. En otras zonas del planeta fue el trigo el alimento que llevó al hombre a asentarse y dedicar días intensos al trabajo en el campo. En nuestra Mesoamérica lo fue el maíz.
Quien haya tenido la oportunidad de nacer o visitar lugares de México y Centroamérica, rápidamente se habrá percatado de la importancia del maíz aún hoy. Es impensable dibujar la vida de nuestros pueblos lejos del maíz. ¿Quién no se ha visto atrapado en el sabor de un tamalito de elote, de una montuca, de un elote asado, de un poco de atole caliente, de un par de güirilas, de un trago de chicha y, primordialmente, de una tortilla acompañando las comidas? Resulta indiscutible: el maíz es parte de lo que somos. En él confluyen el sudor del campesino al preparar la tierra, la faena de la mujer que palmea la masa, la alegría del niño que se lleva un bocado a la boca. El maíz es quizás lo que nos une, sobrepasando las fronteras.
El Popol Vuh, el texto Maya Quiché, narra la creación de los hombres. En él encontramos la riqueza cosmológica de nuestros ancestros. Y es admirable lo que encontramos allí, si prestamos la suficiente atención. El maíz no era solo un alimento más, entre los otros (…también en pataxte y cacao, y en innumerables zapotes, anonas, jocotes, nances, matasanos y miel[1].). El maíz adquiría tal relevancia que fue la sustancia según la cual los dioses crearon al hombre, tras varios intentos. Así nos lo cuenta el libro: “Tú, maíz, tú, tzité; tú, suerte; tú, criatura: ¡uníos, ayuntaos!, les dijeron al maíz, al tzité, a la suerte, a la criatura. ¡Ven a sacrificar aquí, Corazón del Cielo; no castigues a Tepeu y Gucumatz!”[2]
Miguel Ángel Asturias consciente de esto, decidió escribir una de sus grandes obras: Hombres de maíz. Al comienzo del libro expresa, desde su hondo sentido de identidad mesoamericana: “Tierra desnuda, tierra despierta, tierra maicera con sueño, el Gaspar que caía de donde cae la tierra, tierra maicera bañada por ríos de agua hedionda de tanto estar despierta, de agua verde en el desvelo de las selvas sacrificadas por el maíz hecho hombre sembrador de maíz”[3]. El maíz adquiere personalización. Al ser el alimento que rige la dieta de las familias, todo parece girar alrededor de él. Incluso la vida se desarrolla gracias a él. Por ello Asturias le otorga características personalistas al decir: maíz hecho hombre.
Si visitamos cualquier sitio rural, o las afueras de las metrópolis mesoamericanas y más allá, encontraremos siempre una milpa que crece, en su punto álgido o que ha sido cosechada y ya se encuentra en una mesa servida. En todas las culturas encontramos un lugar privilegiado para la gastronomía. Y esto es debido a que es precisamente la búsqueda de una vida asegurada, donde hubiese tierra para sembrar y agua para beber, lo que ha movido al hombre por siglos y siglos hasta lo que hoy día somos. A pesar de las nuevas estructuras económicas, donde imperan las poderosas empresas de supermercados y la comida vive tras el metal y el plástico, las milpas no dejan de cultivarse por los campesinos y las familias siguen gustando de las mañanas junto al fogón, donde esperan con ansias que estén listos los platillos hechos de maíz de nuevo.
Sin embargo, la domesticación de este alimento ha llegado a niveles insospechados. Empresas como Kellogg’s se dedican a elaborar cantidades exorbitantes de cereales a base de maíz para exportar al mundo entero. El maíz ha sufrido también experimentos para que soporten herbicidas y resistan a insectos, esto mediante modificaciones genéticas de otros organismos. ¿Es esto el maíz de nuestros ancestros? Evidentemente no. El hombre domestica el maíz de esta forma para realizar producciones prodigiosas que hace apenas dos siglos hubiesen sido inimaginables. De esta manera el maíz deja de ser parte de nuestro ser, y pasa a ser un producto con fines comerciales que nada nos dice de nuestra historia identitaria.
Precisamente por esto, nuestros pueblos continúan sembrando maíz con el sudor y la dedicación de nuestros antiguos, porque hay una resistencia a separarnos de él, pues el maíz, la milpa, el maizal, esa planta de hojas largas y ondulantes, en cuya copa crece esa flor color oro, representa el alma del pueblo mesoamericano.
[1] Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché, FCE, México, 32ª reimp., 2005.
[2] Ibíd.
[3] Asturias, Miguel Angel. Hombres de maíz, Madrid: Alianza Editorial, 1981.