Y allí estaba, rodeado de las cuatro paredes desvensijadamente amarillas que cada mañana al despertar y cada noche ante de irse a la cama veía. Se sintió solo; escuchó sus pasos; y supo, por un instante, que había vivido tanto como nunca lo pensó. Se cruzaron rostros, escenas, cabellos, lágrimas, miradas, locuras, carreteras, árboles, cielos, y miles de objetos y sucesos que se apiñaron, de pronto, como destellos, en aquella fracción de segundos trasncurrida entre abrir la puerta y quedarse petrificado a mitad de la habitación. Resulta extraño cómo se puede tomar consciencia de toda una vida en un instante. Saboreó esa inigualable sensación con parsimonia de siglos, y hasta cerró los ojos para contemplar mejor lo que no podía ver sino desde dentro. Soltaba sonrisitas, fruncía el seño, se humedecían los ojos, y se celebró un carnaval de emociones en su rostro mientras permanecía estático, inamovible, pertrechado en la oscuridad de los párpados. Las arrugas desapaerecían en sus mejillas ahora frescas; sus canas adquirían el negro espeso de su juventud; sus brazos lucían revitalizados tras la camiseta ajustada; la glaucoma huyó del marron de sus ojos. Y allí estaba, no entre paredes amarillas, sino en un centro comercial, a la espera de Leonela, la hermosa chica que pretendió durante tres años, y que se convertiría, después de cinco años de noviazgo, en la esposa que le daría dos hijos y que moriría de Cáncer diez años después de la boda. Ahora caminaba sobre las piedras del río de su infancia, a orillas del pueblo de sus padres, una tarde de verano cuando los jícaros se ven tan muertos que pareciera jamás volverán a salirles hojas de las ramas. Los callos y la flacidez de sus manos se olvidaban en el movimiento de los dedos en pugna por tocar el siguiente acorde de una vieja guitarra junto a sus compañeros de banda. ¡Quién lo diría! Todo rejuvenecía y cobraba un matiz distinto. No era solo apreciar lo vivido desde el presente, era vivirlo nuevamente, y experimentar los mismos sentimientos. Luego, se escuchó un tiroteo fuera de la casa.
-¡Tegucigalpa de mierda! –gritó el viejo-. ¿Y es que no puedo siquiera disfrutar un rato de tranquilidad?
Se asomó a la ventana, miró a los familiares llorando junto al ensangrentado, y, entre refunfuños se fue a dormir.